domingo, 20 de diciembre de 2009
Más sobre Badajoz
lunes, 14 de diciembre de 2009
Puente Viejo
En Badajoz hay un puente muy largo, el puente viejo, que permite cruzar el Guadiana de un lado a otro de la ciudad. Este puente, como el resto de la ciudad, es engullido por la niebla que levanta el río en la madrugada de los meses fríos.
En esta ciudad, la hora de las brujas no es medianoche. La hora de lo sobrenatural es la madrugada, cuando la calle está lapidariamente silenciosa, y la niebla difumina las formas y mezcla las luces. Toda la ciudad adquiere entonces un cariz a mitad de camino entre el Londres de Verne y los cuentos de Dickens, como si de cualquier esquina fuera surgir una niña vendiendo cerillas o un caballero con bastón y sombrero.
Pero este puente es especial. Sus piedras esconden algo mágico. Cuando esta niebla matutina inunda cada portal de Badajoz, deslizándose por las callejuelas y cubriendo los tejados, el puente no es sólo el paso de un lado al otro del río. Al bajar paseando las calles del casco antiguo y llegar a la entrada de este puente, te encuentras que no se ve el final. El puente se hunde en la niebla y se pierde en ella, desaparece, y sólo deja unas luces difusas, como pinceladas, en línea recta, para atestiguar que el puente continúa. Tampoco se ve el otro extremo el puente, el otro lado de la ciudad. Es decir, no lleva al otro lado de la ciudad.
Si reúnes la curiosidad y el coraje necesarios para cruzarlo hacia la niebla, dejando atrás los edificios, el poco ruido que pudiera haber se aplaca. Es inevitable mirar atrás mientras se cruza, sobresaltarse por el graznido de un ave. Uno se siente observado. De algún modo se intuye que hay alguien más en el puente, aunque no se pueda ver.
Entonces, caminando, se llega a un punto mágico, que no es exactamente la mitad del puente, un poco más allá, en el que si miras a ambos lados, no se ve ninguno de los extremos del puente. Las luces de Badajoz se ven lejanas y mezcladas, apagadas, como el fantasma de la ciudad, como una guía que indica qué dirección tomar. Al cruzar por este punto, no se está en este mundo, sino en una suerte de limbo intermedio, un puente de mundos colocado en un puente de piedra.
Me contaron que es en este punto, a esta hora, cuando cruzan de un mundo a otro los que saben cruzar. Estos seres no son exactamente hadas, ni mucho menos fantasmas, pero sí algo parecido y mucho más desconocido. La Buena Gente. Llamados así para no hacerlos enfadar, ya que tienen apariencia humana y su ira puede ser terrible, aunque bien es cierto que muchos de ellos son gentiles. Su personalidad es más bien la de un niño. Les gusta jugar y asustar, son caprichosos, y se ilusionan con la misma facilidad con la que se enfadan. Podría decirse que tienen poderes mágicos, pero nunca se ha visto a ninguno realizar una proeza en contra de las leyes físicas, así que su capacidad se define más bien como una suerte y habilidad tremenda. Desaparecen cuando nadie les mira, encuentran en sus bolsillos o tirado en el suelo justo lo que necesitan, coinciden con quien buscan, y tienen una empatía tal que parece que sepan cada pensamiento que cruza tu mente. Se dice que hablan poco y de manera enigmática, con los más variopintos acentos. Pueden tener cualquier aspecto, aunque sus ojos siempre brillan un poco más de lo normal, como si los tuvieran vidriosos de ilusión, amor, o ira. Siempre están despiertos, aunque son más poderosos de noche. Tratan más a personas con inquietudes artísticas o filosóficas, enamorados, borrachos siempre y cuando estén solos y sonriendo, y por supuesto, niños. Pueden pasar en nuestro mundo de unas pocas horas hasta años, persiguiendo nadie sabe qué objetivos. Sólo ellos saben cruzar; nosotros tenemos que conformarnos con acercarnos a esta zona de entremundos. Aunque se dice que hay niños que han cruzado el puente, han encontrado a una Buena Gente y no han vuelto a ser vistos. Por esto se recomienda no cruzar palabra alguna con nadie que te encuentres mientras cruzas.
Mis experiencias con la Buena Gente son parcas. Una vez, cruzando el puente de madrugada camino de la estación, y pensando en todo esto, en una de mis temerosas miradas a mi espalda vi un grupo de cuatro hombres cruzando en la misma dirección que yo, a lo lejos. Continué caminando, y al volver la vista de nuevo, me pareció que habían aligerado el paso, intentando alcanzarme. Asustado, yo también aligeré el paso. La tercera vez que me volví, caminaban más rápido, casi corriendo. No eché a correr por no alarmarlos, y mantuve mi velocidad. Escuchaba sus pasos cada vez más cerca. Asustado, me volví una vez más. Esta vez, ya no estaban ahí. Desconcertado pero aliviado, llegué aprisa al final del puente sin volver a tener noticias de tal cuarteto.
En otra ocasión subí a un autobús, esta vez a media tarde. La puerta se cerró y el autobús comenzó a moverse mientras buscaba mi cartera. Cuando la abrí, descubrí que no tenía el dinero suficiente para pagarme el billete. El conductor puso mala cara. Aquello era un serio problema, ya que utilizar el transporte público sin pagarlo está sancionado con multa. En aquel momento, una señora mayor que estaba sentada delante, de aspecto adorable, dijo “No importa, ya se lo pago yo”, y pagó mi billete. En la siguiente parada se bajó, y mientras tanto respondía con un educado “De nada” cada vez que le daba las gracias. Cuando se hubo marchado, el conductor me preguntó si la conocía. Ante mi negativa, dijo: “Qué raro. Esa señora llevaba ahí sentada varias horas, haciendo la circular del bus un par de veces. Le he preguntado varias veces que dónde se bajaba por si podía ayudarla, y no me respondía. Al final me dijo algo en rumano, o algo así, y pensé que no me entendía. Pero a ti te ha hablado en español, ¿no?”